Jadeo… jadeo…
El aire entra y sale de mis pulmones como cuchillas calientes.
Hoy debía ser un día como cualquier otro.
Una rutina sin sorpresas. Un lunes más en la cadena interminable de días grises.
Pero todo eso quedó atrás.
Porque ahora…
¡Estoy corriendo por mi maldita vida!
Mi pecho se agita como si fuera a explotar. El corazón golpea contra mis costillas con la fuerza de un tambor de guerra.
Yo, un simple nerd de segundo año de preparatoria, sin fuerza, sin habilidades, sin esperanza…
Estoy huyendo. Corriendo desesperadamente, con los pies hundiéndose en la arena ardiente de un desierto que no reconozco.
Cada paso se siente como si arrastrara bloques de concreto atados a mis tobillos.
El sudor me arde en los ojos y empapa mi ropa, pegándola como una segunda piel sucia y caliente.
El jadeo de mi respiración se mezcla con el sonido hueco de mis pisadas.
Me duele todo. Las piernas, los brazos, el pecho…
Los músculos se contraen, suplicando que me detenga.
Pero si me detengo…
¡Muero!
Mi mirada salta desesperada de un lado a otro, buscando con frenesí algún refugio, una sombra, una grieta, una piedra…
¡Cualquier cosa!
Pero no hay nada.
Solo un infierno de arena infinita.
Montañas y montañas de dunas que se ondulan hasta perderse en el horizonte.
El sol, un dios inclemente colgado en lo alto, lanza su luz como látigos de fuego sobre mi espalda.
El calor es tan aplastante que siento que mis órganos se cocinan por dentro.
Mi garganta está hecha polvo, y la saliva se ha vuelto solo un recuerdo.
Estoy solo.
Perdido.
En un desierto que parece no pertenecer a la Tierra.
Y no estoy solo por completo…
Porque algo me está siguiendo.
¡Biriririri!
Un chillido agudo y espantoso corta el aire detrás de mí.
“¡Mi-mierda! ¡Aghh!”
Volteo la cabeza entre jadeos, y lo veo.
¡Esa cosa sigue ahí!
“¡Por favor, déjame en paz! ¡No soy tu maldita comida!”
¡Chihihihi!
La risa chirriante del monstruo es lo último que querría escuchar.
A unos cincuenta metros detrás, una criatura digna de una pesadilla me persigue.
Un cangrejo colosal.
Más de cuatro metros de altura.
Su caparazón es rojo como hierro oxidado y tiene la textura de la roca fundida.
Sus ocho patas se clavan en la arena como estacas vivas, alzando nubes de polvo con cada zancada.
Y sus pinzas…
¡Dios, sus pinzas!
Son como guadañas de obsidiana, brillando bajo el sol, capaces de partir a un hombre en dos sin esfuerzo.
Pero incluso eso no es lo peor.
Es su boca.
Una apertura grotesca repleta de miles de dientes diminutos, filosos y rígidos como agujas de acero.
Una lengua áspera se mueve entre ellos mientras chorros de baba espesa y burbujeante caen al suelo…
Y donde tocan la arena, esta chisporrotea.
¡Es ácido!
¡Su saliva puede derretir la carne!
Mis piernas tiemblan. No por falta de fuerza, sino por puro terror.
Imaginarme atrapado entre esos dientes, siendo disuelto mientras estoy aún consciente…
¡No! ¡NO!
¡NO VOY A MORIR ASÍ!
Con lágrimas resbalando por mis mejillas, aprieto los dientes y obligo a mis piernas a seguir.
Siento los músculos romperse con cada zancada.
Mi visión se nubla. Todo gira. El aire quema.
Pero sigo corriendo.
¡CORRO COMO SI EL INFIERNO ENTERO ESTUVIERA DETRÁS DE MÍ!
Porque lo está.
Y tiene pinzas.
Y dientes.
Y baba que derrite huesos.
¡Mierda!
¡Mierda, mierda, mierda!
¡No quiero morir!
¡Apenas tengo diecisiete años!
¡Nunca besé a una chica!
¡Nunca tuve una cita!
Mis lágrimas se mezclan con el sudor mientras corro como nunca en mi vida.
Y en medio del caos, mientras mi cuerpo amenaza con colapsar, una única pregunta resuena en mi mente:
¿Por qué?
¿Por qué estoy aquí?
¿Quién me arrojó a este maldito infierno?
¿¡Qué he hecho yo para merecer esto!?
¿Acaso los dioses decidieron que debía morir de la forma más cruel imaginable…?
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