Capítulo 01:


Jadeo Jadeo

El aire me quema los pulmones. Cada respiro es un cuchillo caliente atravesándome el pecho. Mis piernas amenazan con rendirse, pero no pueden… no deben.

Corro.

La arena suelta cede bajo mis pies, haciéndome perder el equilibrio por un instante. Tropiezo, pero sigo adelante. No tengo opción. El sol es una maldita hoguera sobre mi cabeza, la ropa se pega a mi piel empapada de sudor. El desierto es un horno sin salida.

Pero el calor no es mi mayor problema.

Un chirrido agudo me rasga los oídos.

—¡Mierda!—

Me obligo a mirar atrás.

Ahí está.

Un cangrejo monstruoso, más alto que un camión, arremete contra mí con su cuerpo blindado de roca. Sus patas perforan la arena con cada zancada, levantando nubes de polvo mientras sus pinzas, del tamaño de guadañas, chasquean con ansias de carne.

De mi carne.

Un rugido gorgoteante brota de su boca repleta de dientes filosos como agujas. Hilos de saliva espesa gotean desde su mandíbula, chisporroteando contra la arena. Ácido.

El suelo sisea y burbujea.

Mi garganta está seca. Mi visión se empaña.

Si dejo de correr, si me caigo, si mis piernas ceden siquiera un segundo…

Voy a morir.

No.

No puedo aceptar ese destino.

Aprieto los dientes hasta sentir el sabor metálico de mi propia sangre. Mi cuerpo grita por descanso, pero lo ignoro. Las lágrimas se mezclan con el sudor en mi rostro mientras una única palabra retumba en mi mente:

Sobrevive.

Pero… ¿cómo?

Mis pasos se tambalean. No hay refugio, no hay escondites. Solo arena hasta donde alcanza la vista. Un desierto infinito que se siente como una tumba abierta, esperando por mí.

—¡Por favor, déjame en paz!—

Mi grito se pierde en el sofocante aire del desierto.

El cangrejo responde con un chirrido ensordecedor. Su ritmo se acelera.

Está más cerca.

Puedo imaginarlo. Sus pinzas partiéndome en dos. Su boca triturándome poco a poco, reduciéndome a una masa irreconocible entre un mar de sangre y vísceras.

Mi estómago se revuelve.

—¡No! ¡No voy a morir aquí!—

Reúno las últimas fuerzas que me quedan y fuerzo a mis piernas a moverse más rápido, aunque el dolor sea insoportable, aunque cada músculo de mi cuerpo proteste.

Porque si me detengo…

…dejaré de existir.

Y no pienso permitirlo.


**

-Hace una hora.

El olor a cloro y desinfectante impregnaba el reducido espacio del cubículo. Sentado sobre la tapa del inodoro, con la espalda apoyada contra la fría pared, sostenía un sándwich en una mano y el teléfono en la otra. La pantalla iluminaba tenuemente mis dedos mientras la serie avanzaba. Los auriculares me aislaban del mundo exterior, transformando aquel baño en mi refugio temporal.

El bullicio del pasillo apenas llegaba hasta aquí. Un sitio perfecto. Hasta que dejara de serlo, como ocurrió con la azotea.

Ayer, creyendo que aún era un escondite seguro, llevé mi almuerzo hasta el tejado. El sol tibio y el aire fresco me dieron la bienvenida mientras me tumbaba en el suelo, distraído con un juego en el teléfono. Pero la paz no duró.

La puerta rechinó.

—¿Eh? ¿Hay alguien aquí?

Levanté la vista justo para encontrarme con dos chicas que acababan de entrar. Sus miradas se fijaron en mí con un destello de sorpresa que se tornó en algo peor.

—Vaya, mira, Mica. Ese chico está comiendo solo.

—Lo vi. Debe ser un solitario sin amigos.

—Qué triste… hasta me da pena.

Hablaron en voz baja, pero no lo suficiente como para que no las escuchara. Entre risitas y susurros, de vez en cuando lanzaban miradas en mi dirección, como si yo fuera una atracción de feria.

Mi mandíbula se tensó. Fingí que no me importaba, pero el nudo en el estómago decía lo contrario. Mi escondite había sido invadido.

Así que hoy, descartada la azotea, opté por el baño de hombres al final del tercer piso. Un lugar poco transitado, perfecto para almorzar en paz.

El timbre retumbó en los pasillos, señalando el fin del descanso. Suspiré, guardé lo que quedaba del sándwich en la bolsa y salí.

Cuando crucé la puerta del aula, noté las miradas. Algunas fugaces, otras llenas de desinterés. Pero en el fondo, un grupo dejó de hablar apenas me vio. Sonrisas torcidas se dibujaron en sus rostros.

—Oye, gordito. ¿Dónde has estado todo el día? Te estuvimos buscando, pero ni rastro tuyo.

Las risas brotaron como un eco alrededor del salón.

Agaché la cabeza. Fingí no haber escuchado. Fui hasta mi asiento, abrí el cuaderno y fijé la vista en la página en blanco.

Algunos compañeros cercanos me miraron de reojo. No con burla, sino con algo peor: lástima.

Un puño invisible me apretó el pecho. Si de verdad no eran como ellos, ¿por qué solo miraban? ¿Por qué nadie decía nada?

Pero… yo tampoco decía nada.

La profesora entró y el aula se sumió en un silencio mecánico. Repartió unos libros y comenzó a leer en voz alta.

El tono monótono de su voz y la falta de sueño hicieron mella en mí. Dejé el libro abierto sobre el pupitre y apoyé la cabeza en los brazos. Solo por un momento. Solo cerrar los ojos…

Entonces, el mundo estalló.

¡BOOM!

Un impacto brutal sacudió el suelo. Un segundo después, estaba cayendo.

Los gritos perforaron el aire. El aula había desaparecido.

Me levanté con dificultad, el cuerpo aún aturdido. A mi alrededor, una multitud desesperada corría en todas direcciones. Un carruaje de carga, enorme y destrozado, yacía volcado. Sus barrotes rotos yacían en el suelo como esqueletos de metal. Personas escapaban de su interior, presas del pánico.

—¡Whaa! ¿Qué demonios…?

Alguien me empujó. Tropecé y caí de rodillas.

El suelo no era de baldosas, ni concreto, ni madera.

Era arena.

¿Eh? ¿Arena?

El suelo áspero raspó mis palmas cuando intenté incorporarme. Un sabor terroso inundó mi boca y, tosiendo, escupí granos de arena pegajosos en mi lengua.

Alcé la mirada.

Un vasto mar de dunas se extendía hasta donde alcanzaba la vista, el viento arremolinaba columnas de polvo dorado y el calor vibraba en el aire como un espejismo. El sol abrasador colgaba en lo alto, su luz cegadora me obligó a entrecerrar los ojos.

No… No podía ser real.

El aula, los pupitres, la profesora leyendo en voz alta… Todo había desaparecido.

Un escalofrío helado recorrió mi espalda, pese al sofocante calor.

¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué aquí?

Gritos.

Me giré de golpe. Figuras humanas corrían desesperadas entre la tormenta de arena, como sombras borrosas moviéndose sin rumbo. Pies descalzos hundiéndose en la arena, jadeos entrecortados, miradas aterradas.

Algo los perseguía.

El viento silbaba entre los restos de un enorme carruaje volcado a pocos metros de mí. Su estructura de madera, desgastada y resquebrajada, me recordó a una jaula gigante. Y estaba abierta.

De su interior, decenas de personas huían como si el infierno los estuviera devorando.

¿Qué diablos…?

Mis manos temblaron al levantarme. Avancé unos pasos, el aire seco arañaba mi garganta mientras intentaba comprender qué estaba viendo.

Un estruendo retumbó en la distancia.

Mi mirada siguió el sonido.

Allí, a unos cincuenta metros, una batalla descomunal estaba en marcha.

Criaturas gigantes, de piel roja y músculos como bloques de piedra, se enfrentaban a bestias salidas de una pesadilla. Ogros, armados con machetes, espadas toscas y martillos colosales, rugían con furia mientras descargaban golpes brutales contra sus enemigos.

Y sus enemigos…

Lombrices titánicas emergían de la arena como serpientes hambrientas, sus cuerpos gruesos y cubiertos de una piel correosa se movían con una agilidad antinatural. Sus sauces, una trampa de dientes afilados, chasqueaban con violencia cada vez que atrapaban a una víctima.

Un ogro fue arrancado del suelo en un parpadeo. Sus gritos apenas duraron un segundo antes de que la lombriz lo partiera en dos con un chasquido seco.

La sangre llovió sobre la arena.

Tragué saliva.

La escena era una pesadilla hecha realidad.

Los ogros, aunque numerosos, caían uno tras otro bajo el ataque despiadado de las bestias subterráneas. Sin embargo, no eran débiles. Bajo el liderazgo de un ogro de piel negra, montado sobre una criatura desconocida, formaban grupos y atacaban en conjunto, logrando derribar a las lombrices a base de pura brutalidad.

Esto no es un sueño. Esto es real.

Un pellizco en la mejilla. Dolor.

El terror me paralizó.

—¡Oye, mocoso!

Un hombre pasó corriendo a mi lado, su rostro cubierto de sudor y polvo. Se detuvo solo un instante para gritarme:

—¡No te quedes ahí como un idiota! ¡Corre!

Y sin esperar respuesta, siguió huyendo.

Miré a mi alrededor. No solo él… todos corrían. No importaba la dirección, solo querían alejarse.

Entonces, lo comprendí.

No eran simples carruajes volcados. Eran jaulas.

Prisioneros.

Las personas que huían habían sido transportadas aquí como ganado… Y algo los había liberado a la fuerza.

Volví la vista hacia la caravana. Más carruajes permanecían intactos, llenos de gente que ahora gritaba y suplicaba ayuda.

Mi respiración se volvió errática.

Esto no era una batalla cualquiera. Era una masacre.

Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos como tambores de guerra.

¡Tengo que salir de aquí!

Sin pensarlo dos veces, giré sobre mis talones y corrí.

Corrí con todas mis fuerzas, sin importar hacia dónde.

El viento levantó cortinas de arena a mi alrededor, borrando las huellas de los que habían huido antes que yo. El hombre que me gritó ya no estaba, su rastro había desaparecido en la tormenta.

Seguí corriendo.

Hasta que el carruaje quedó atrás. Hasta que los gritos se desvanecieron.

Hasta que, cuando finalmente me detuve, todo lo que me rodeaba era arena infinita.


**

El sol abrasador colgaba en el cielo como una sentencia de muerte. No había nubes, no había sombras. Solo arena y más arena, extendiéndose en todas direcciones como un océano seco y sin fin.

Cada paso que daba me robaba fuerzas.

El sudor empapaba mi ropa, pegándola a mi piel como una segunda capa incómoda. La brisa del desierto, lejos de refrescar, solo traía más calor, arrastrando partículas de arena que se colaban en mis ojos y boca.

No sabía cuánto tiempo llevaba caminando. Media hora. Una hora. Quizá más.

Lo único que tenía claro era que si seguía así, mi cuerpo no lo soportaría.

Mis piernas temblaban y mi visión se volvía borrosa. Me tropecé un par de veces, cayendo de rodillas sobre la ardiente superficie.

Mierda… No puedo seguir así.

Tropezando, me dirigí a una pequeña colina de arena. No era gran cosa, pero al menos podría descansar un momento.

Me dejé caer sobre ella, jadeando.

El calor me estaba matando.

Intenté ignorar la sensación de ardor en mi piel mientras me sacaba los zapatos para vaciar la arena acumulada dentro. Fue entonces cuando noté algo extraño.

Mis ropas.

No eran las que recordaba.

En lugar de mi uniforme escolar, vestía una camisa blanca suelta, un pantalón ajustado y unas botas de cuero gastadas. Todo tenía un aire antiguo, como sacado de otra época.

Pero lo que más me inquietaba no era la ropa… sino mi cuerpo.

Algo se sentía diferente.

Más joven.

Sacudí la cabeza de inmediato.

No. No es posible.

No quería pensar en ello. No ahora.

No tenía un espejo para comprobarlo y, aunque lo tuviera, mi mente ya estaba lo suficientemente saturada como para procesar otro problema más.

Ahora lo importante es salir de aquí.

Hundí la cara entre mis manos y exhalé un suspiro tembloroso.

—Solo… quiero regresar a casa.

Entonces, lo sentí.

Un leve temblor bajo mis pies.

Levanté la cabeza, alarmado.

La arena a mi alrededor vibraba ligeramente, como si algo estuviera moviéndose debajo.

No… no debajo. Justo aquí.

Bajé la mirada hacia la pequeña colina en la que estaba sentado.

El temblor venía de ella.

¿Qué diablos…?

Antes de que pudiera reaccionar, la colina comenzó a crecer.

La arena se desprendía en cascadas por los lados, como si algo estuviera surgiendo de su interior.

Salté de inmediato, tambaleándome hacia atrás.

—¡Whaa! ¿¡Qué diablos es esto!?

La montaña de arena siguió elevándose… hasta que algo emergió de ella.

Mi cuerpo entero se paralizó.

Donde antes había arena, ahora había una criatura gigantesca.

Una cúpula dura y marrón sobresalió de la superficie, reflejando la luz del sol con un brillo opaco. Luego, patas gruesas y articuladas salieron a la vista, sacudiéndose para liberarse de la arena.

La bestia alzó su enorme cuerpo y giró lentamente en mi dirección.

Y entonces lo vi.

Sus ojos, como botones negros y relucientes, se clavaron en mí.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

No puede ser…

Es un cangrejo.

Pero no cualquier cangrejo.

Uno monstruosamente grande.

Su boca, rodeada de pequeños apéndices en constante movimiento, comenzó a segregar un líquido espeso y espumoso.

Estaba babeando.

Y su mirada dejaba claro por qué.

Me estaba viendo como comida.

Tragué saliva con dificultad.

—…Oh, mierda.

En ese instante, supe que la había cagado.

Había estado sentado encima de esa cosa.

Y ahora, estaba completamente despierta.


1980p


--------------


-- Hace una hora.

El silencio del baño solo era interrumpido por el zumbido tenue de mis auriculares. Sentado sobre la tapa del inodoro, con la espalda contra la pared fría del cubículo, mordía distraídamente un sándwich mientras mi otra mano sujetaba el teléfono. La luz azulada de la pantalla iluminaba mis dedos manchados de migajas. En el video, los personajes reían. Yo no.

Era mi refugio. Un espacio donde nadie me molestaba, donde podía fingir que el mundo fuera de estas cuatro paredes no existía. Últimamente, la azotea había dejado de ser una opción; demasiados estudiantes, demasiadas miradas.

Recordé la última vez que fui allí. El sol pegaba fuerte contra el suelo de concreto mientras me recostaba a jugar en mi teléfono. No había pasado mucho tiempo antes de que la puerta chirriara y un par de voces femeninas invadieran mi burbuja.

"¿Eh? ¿Hay alguien aquí?"

Levanté la mirada solo para encontrarme con dos chicas mirándome con una mezcla de sorpresa y burla.

"¡Vaya, mira Mica, ese chico está comiendo su almuerzo completamente solo!"

"¡Ya lo vi! Debe ser un solitario sin amigos."

"Qué triste... siento pena por él."

Mi estómago se encogió. Fingí ignorarlas, pero el calor subió a mi rostro. Las risitas y los susurros a mi espalda no ayudaron. Tragué un bocado sin sabor, obligándome a permanecer inmóvil hasta que se fueran.

Por eso hoy elegí este baño. Porque aquí nadie podía verme.

El timbre de la escuela me sacó de mi ensimismamiento. Me quêté los auriculares y guardé el teléfono con un suspiro. Al salir del cubículo, los espejos del baño me devolvieron mi propia imagen: el cabello algo desarreglado, los ojos cansados tras las gafas. Miré por un momento a ese chico en el reflejo antes de bajar la mirada y salir.

Al entrar en el aula, noté las miradas fugaces. No de curiosidad, sino de indiferencia. La conversación entre mis compañeros continuó sin pausa, como si mi presencia no importara. Sin embargo, desde la última fila, un grupo de estudiantes sí me notó.

"¡Oye, gordito! ¿Dónde has estado todo el día? Te estuvimos buscando, pero no te encontramos por ningún lado."

Las risas que siguieron a esa frase hicieron que mi estómago se encogiera otra vez. No respondí. Simplemente me deslicé a mi asiento y abrí mi cuaderno, fingiendo que sus palabras no existían. Sentí algunas miradas incómodas a mi alrededor, compañeros que no se reían pero tampoco decían nada. Miradas de lástima. Miradas que solo hacían que la vergüenza se hundiera más hondo en mi pecho.

La profesora entró poco después, salvándome del momento. Repartió unos libros y comenzó a leer en voz alta. Su tono monótono, el calor del aula, el murmullo lejano de conversaciones ajenas...

El sueño me venció poco a poco. Apoyé la cabeza en mis brazos y cerré los ojos solo por un instante. Solo un momento.

BOOM!

Un estruendo. Un temblor. Un golpe seco que me lanzó al suelo.

Desperté con el corazón desbocado, mi cabeza girando, mi cuerpo enredado en el caos. Gritos. Movimiento. Una avalancha de cuerpos me empujó sin control.

Intenté levantarme, pero alguien me pisó el brazo. Grité de dolor. Arena entró en mi boca y mis ojos se abrieron de par en par.

Arena.

No había suelo de concreto. No había escritorios ni ventanas. Solo una inmensidad dorada y abrasadora extendiéndose en todas direcciones.

Y entonces lo vi.

Un enorme carruaje volcado, con barrotes rotos y gente escapando de su interior como si huyeran de la muerte misma.

Yo estaba entre ellos.

La mente me daba vueltas, el aire quemaba mis pulmones. No entendía nada, pero una cosa era segura.

No estaba en la escuela.

No estaba en mi mundo.



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