Capítulo 01
El día, para alguien como yo, empezó como siempre.
¡Golpe!
—¡Ghull!
Un puño se estrelló en mi estómago con la precisión de quien ya sabe exactamente dónde duele más. Todo mi cuerpo se dobló como un papel arrugado. Caí de rodillas frente a mis atacantes, los anteojos tambaleándose al borde de mi nariz.
Un ardor subió por mi garganta, desde el fondo del estómago, como fuego líquido. Estuve a punto de vomitar ahí mismo, pero me tragué el sabor ácido con fuerza. Tragarlo todo: la bilis, la humillación, el dolor.
Así es. Yo, Quinn Lin, estoy teniendo otro día de mierda.
Uno más para la colección.
—¡Jajaja! ¡Mirá, Tomás! ¡El friki está a punto de llorar!
—¡Qué perdedor, por Dios!
Sus risas me cayeron encima como una lluvia sucia. Ahogaban el aire a mi alrededor. Yo jadeaba, intentando volver a respirar, doblado como si hubiera recibido un disparo. Y sí, estaba por llorar. Podía sentirlo en los ojos, en la presión detrás de las sienes. El estómago me ardía. El pecho me dolía. Y lo peor de todo era esa voz dentro mío que ya no me defendía.
Qué patético.
Me odio.
Odio esta debilidad que no me deja levantarme. Odio no poder devolverles aunque sea un golpe. Pero cuando alcé la vista —aún medio ciego tras los lentes sucios—, vi su sonrisa.
La sonrisa de Tomás Kardas.
Esa maldita sonrisa torcida, llena de seguridad, como si supiera que nunca le pasaría nada. Como si este mundo ya le perteneciera.
Y ahí, todo se apagó. La chispa que había sentido por un segundo, ese impulso tonto de rebelarme, se extinguió como una llama bajo la lluvia.
Mis ojos lo dijeron antes que yo: tenía miedo.
Sí... miedo.
Soy un cobarde.
Un maldito cobarde.
Escena reescrita: Enfermería escolar – Quinn y la profesora Susan
El zumbido de las luces fluorescentes llenaba el silencio. En la enfermería, todo parecía suspendido en una calma clínica: el leve olor a alcohol en el aire, la camilla cubierta con papel crujiente, y la vieja cortina blanca que colgaba como una frontera tímida entre el mundo y yo.
Me senté en la esquina de la camilla, con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. El enfermero había salido a buscar unos documentos, y yo agradecía la ausencia de preguntas. Ahí dentro, por fin, podía respirar sin que me miraran como un bicho raro.
Se escuchó el clic del picaporte.
La puerta se abrió con cuidado, como si quien estuviera detrás dudara en entrar. Una figura delgada cruzó el umbral. Llevaba una carpeta algo doblada bajo el brazo y unas gafas colgadas al cuello con un cordón de colores chillones. La vi parpadear al notar mi mirada.
—¿Quinn? —dijo con suavidad.
Era la profesora Susan. Su voz tenía ese tono amable que intentaba sonar natural, aunque a veces se le notaba que aún no estaba acostumbrada a tratar con adolescentes. Parecía una universitaria colada entre los adultos de la sala de profesores, con sus zapatillas blancas, su peinado improvisado y ese brillo en los ojos de quien todavía cree que puede hacer una diferencia.
—Me dijeron que estabas aquí... —agregó, y apretó la carpeta contra el pecho—. ¿Puedo sentarme?
Asentí sin decir nada. Ella se acercó a la silla junto a la camilla y se sentó con cuidado, como si temiera romper el silencio que flotaba entre nosotros.
Por un instante, ninguno dijo nada. Solo se oía el reloj de pared marcando los segundos.
—Lamento lo que pasó, Quinn —dijo por fin—. ¿Te duele mucho?
Negué con la cabeza. Mentí, claro.
Susan me observó un momento, pero no insistió. En lugar de eso, respiró hondo, como reuniendo valor.
—Quiero que sepas que… puedes contar conmigo. A veces es difícil, lo sé. Esta escuela puede ser… intensa.
Su voz titubeó al final. No porque no creyera en lo que decía, sino porque aún no había aprendido a decirlo con seguridad. Y sin embargo, en su torpeza había algo reconfortante. No intentaba dar lástima, ni fingía entender todo. Solo estaba ahí.
Yo no dije nada. Pero tampoco la aparté.
Y eso, para mí, ya era suficiente.
[Continuación del Capítulo 1 – Perspectiva de Susan]
La profesora Susan apuró el paso por los pasillos del ala oeste. Hacía unos minutos, una notificación había llegado al sistema docente: uno de sus alumnos estaba en la enfermería por un malestar. No le dieron más detalles, pero eso bastó para hacerle dejar su almuerzo intacto.
A esa hora, el timbre anunciaba el final del almuerzo, y los estudiantes regresaban al interior del edificio como una corriente apurada. Susan esquivó a un par de ellos en la escalera mientras se ajustaba el bolso al hombro. Subió al segundo piso, donde el sol filtraba sus rayos a través de los ventanales, tiñendo el suelo de reflejos cálidos.
El último cuarto del pasillo era la enfermería. El cartel colgaba torcido sobre la puerta de madera blanca, y por instinto—o por costumbre—Susan golpeó suavemente antes de entrar, con ese gesto atento que había aprendido desde sus prácticas: nunca entrar sin anunciarse, especialmente en espacios donde alguien podía estar vulnerable.
—¿Sí? —respondió la voz apagada de la enfermera.
Susan abrió con cuidado. El lugar olía a desinfectante y tela recién lavada. Las persianas dejaban pasar suficiente luz como para bañar la habitación con una calidez extraña, casi hogareña. Una brisa suave se colaba por una ventana abierta, moviendo la cortina con una lentitud que contrastaba con el ritmo acelerado del colegio.
En la camilla, casi mimetizado con el entorno, estaba Quinn Lin.
Reclinado, con los auriculares puestos y la vista fija en su celular, movía los pulgares con velocidad sobre la pantalla. De sus audífonos salía el eco amortiguado de disparos digitales. Llevaba una venda en la mejilla y la ropa algo arrugada, manchada con polvo y césped seco. Era evidente que no estaba ahí por un simple dolor de cabeza.
Susan lo reconoció al instante. No era la primera vez que lo veía en esa situación. Su corazón dio un vuelco—una mezcla de lástima, impotencia y un sentido de responsabilidad que a veces pesaba más de lo que admitía.
Se sentó en la silla junto a la camilla, con movimientos suaves, sin invadir. Sabía que con Quinn todo debía hacerse con delicadeza.
El chico sabía que ella estaba allí. No necesitaba mirarla para demostrarlo. El modo en que mantuvo la vista fija en la pantalla, el modo en que su cuerpo se tensó por apenas un segundo, lo decía todo. Estaba esperando la conversación. Ya sabía lo que iba a pasar.
Susan tragó saliva. A veces se sentía inútil en estas situaciones.
—¿Quinn? —preguntó en voz baja, intentando sonar calmada, cercana—. ¿Estás bien? ¿Quieres que llame a tus padres?
—No. Estoy bien. Simplemente me tropecé en el campus —respondió él sin apartar la mirada del juego. La frase salió rápido, como un escudo.
Susan lo miró con un nudo en el pecho. La venda en su mejilla, el polvo en sus pantalones, los ojos cansados que evitaban cualquier conexión humana.
—Sabes que puedes contarme lo que sucedió, ¿verdad? Si tú no me lo dices, no puedo ayudarte —intentó de nuevo. Su voz sonaba con más firmeza esta vez, aunque en el fondo sólo quería encontrar la manera de tenderle una mano sin que él la apartara.
Silencio. Solo los sonidos electrónicos del juego llenaban la enfermería.
—Quinn, habla conmigo. No voy a llamar a tus padres si no quieres, pero necesito saber quién te está molestando. Puedo hablar con el director, con los otros profesores. Puedo conseguir que los suspendan.
Finalmente, Quinn apartó la vista del celular. Sus ojos se encontraron por un instante con los de Susan. No había odio en ellos, tampoco gratitud. Solo ese cansancio profundo que no debería caber en un adolescente.
—Le agradezco su atención, profesora. Pero como dije… me caí en el patio y me lastimé yo solo.
Susan asintió con una sonrisa débil, aunque sabía que no era verdad. No por eso iba a rendirse. Quinn podía cerrarse mil veces, y mil veces ella volvería a sentarse allí, al lado suyo, a esperar a que alguna vez decidiera confiarle la verdad.
Porque eso era lo que hacían los buenos profesores, ¿no?
Segunda Parte – En la enfermería
El zumbido del timbre del almuerzo apenas se apagaba cuando Susan recibió la notificación.
—¿Quinn Lin? —repitió en voz baja, apartando su bandeja casi intacta. Ni siquiera había abierto el jugo. El nombre del chico no era desconocido para ella; lo había visto en varias listas y, una vez, sentado al fondo del aula, solo, como si el mundo entero lo evitara... o como si él prefiriera evitarlo.
Cruzó los pasillos apresurada, esquivando a grupos de estudiantes con mochilas abiertas y risas estridentes. El sol del mediodía pintaba franjas doradas sobre el suelo encerado, pero el aire dentro del edificio seguía cargado del bullicio escolar. Las paredes estaban llenas de afiches descoloridos de eventos pasados, y un leve olor a tiza y sudor infantil se mezclaba en cada rincón.
La enfermería estaba al final del pasillo este, donde el ruido comenzaba a apagarse. Al abrir la puerta, Susan se encontró con una atmósfera distinta, casi ajena al resto de la escuela.
El lugar era cálido y silencioso, bañado por la luz suave que entraba por una ventana abierta. Una cortina blanca ondeaba levemente con la brisa veraniega. Había olor a alcohol y lavanda, y el ventilador de techo giraba perezosamente.
Quinn estaba sentado en la camilla más cercana a la ventana, con la vista clavada en la pantalla de su celular. Jugaba, aunque sus dedos parecían moverse más por costumbre que por entusiasmo. Tenía el cabello revuelto y algo de polvo en la ropa. Aún no se había cambiado. Llevaba puestos sus anteojos redondos, levemente torcidos, y su rostro delgado mostraba una marca rojiza en la mejilla.
Susan se detuvo a una distancia prudente, sin decir nada de inmediato. Lo observó. Había algo triste en cómo se encogía ligeramente sobre sí mismo, como si intentara ocupar menos espacio del que realmente tenía.
—Hola, Quinn —dijo al fin, con una voz suave, como si no quisiera romper el silencio del lugar—. Me avisaron que estabas aquí. ¿Estás bien?
Él no levantó la mirada. Apenas encogió los hombros.
—Sí. Solo fue un tropezón. Nada grave.
La enfermera no estaba, pero alguien le había limpiado una herida leve sobre la ceja. Susan lo notó, aunque no lo mencionó. Se acercó un poco, pero no demasiado.
—Me alegra saber que no fue serio. A veces, cuando uno se siente mal, este lugar ayuda un poco… ¿Te molesta si me quedo unos minutos?
Quinn dudó apenas, y luego negó con la cabeza.
Susan se sentó en una de las sillas cercanas a la puerta. No sacó su celular ni lo observó fijamente. Simplemente dejó que el silencio volviera a llenar el espacio. Era nuevo para ella —todo esto lo era—, pero intuía que los chicos como Quinn no necesitaban preguntas, sino presencia.
Después de un rato, Quinn guardó el celular. Sus dedos dejaron de temblar.
Susan sonrió para sí misma.
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