No fue el despertador lo que me despertó.
Fue el maldito olor a jengibre.
Apenas abrí los ojos, ya sabía qué me esperaba: congee caliente, verduras al vapor... y si tenía mala suerte, huevo milenario. Otra vez.
Me arrastré fuera de la cama como un espectro. Ni siquiera me miré al espejo; sabía que parecía un erizo de cabello negro con ojeras. Me puse la camiseta del colegio —la de siempre, gris, con el logo medio borrado— y caminé hacia la cocina con los pies descalzos.
Los tablones del piso crujieron como si protestaran conmigo.
Mi mamá ya tenía todo servido, claro. A veces pienso que se levanta a las cinco solo para invocar el desayuno ancestral chino. El vapor del congee subía como incienso invisible. Me saludó sin mirarme:
—Zǎoshang hǎo, Quin.
—Morning, má… —dije, y me dejé caer frente al tazón.
Y ahí estaba: el plato de arroz aguado, el huevo ese que parece de ciencia ficción, y verduras que ni sé si tienen nombre en inglés.
—¿No había cereal?
—El cereal no nutre el espíritu —respondió, igual que siempre.
Tomé la cuchara con resignación. No era que odiara la comida china, pero a las siete de la mañana lo único que quería era una tostada quemada y un café con leche, como cualquier adolescente medio funcional.
Comí lo justo para no parecer un ingrato y me puse la mochila colgando de un solo hombro. La taza de té quedó intacta. Ni loco tomaba eso sin azúcar.
Salí al patio, cruzando el suelo de tierra apisonada que servía como área de entrenamiento. Las lanzas de práctica colgadas en la pared, las esteras enrolladas, el viejo maniquí de madera desgastado por generaciones de puños. Y, por supuesto, el Buda de piedra.
Le hice una leve reverencia sin detenerme.
—Buenos días, maestro Buda… —murmuré—. Otro glorioso día siendo el hijo del sensei.
El Buda, como siempre, sonreía. Qué suerte la suya.
Salté los escalones de la entrada y me puse los auriculares. Rock japonés esta vez. Lo sé, irónico.
La brisa me pegó en la cara, fresca. Por fin, aire que no olía a salsa de soja.
—¡Quin Lin! —escuché la voz de mi papá desde el dojo—. Hoy entrenás después de la escuela. Forma de los Cinco Animales.
Me detuve un segundo. Cerré los ojos. Inhalé. Exhalé.
—¡Sí, bába! —respondí en voz alta, sin darme vuelta.
Y ya en la esquina, lo solté entre dientes:
—Porque claro… después de álgebra, lo único que quiero es fingir que soy una grulla.
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