El zumbido del despertador no fue lo que lo sacó de la cama.


Fue el leve aroma a jengibre y aceite de sésamo colándose por debajo de la puerta, puntual como un reloj. Quin Lin gruñó entre dientes, se revolvió entre las sábanas y se sentó en la cama con el cabello hecho un desastre.


—Otro día... otra cucharada de medicina disfrazada de comida.


Se puso la camiseta del instituto —una gris con el logo descolorido— y caminó arrastrando los pies por el pasillo de madera. Los tablones crujieron bajo su peso, casi como si la casa supiera que se acercaba.


Al llegar a la cocina, su madre ya tenía todo servido en la mesa baja del comedor: congee humeante, verduras al vapor, y un plato con huevo milenario cortado en finas rodajas, adornado con cebollín.


—Zǎoshang hǎo, Quin —le dijo con dulzura, sin mirar, mientras revolvía algo en el wok.


Quin esbozó una sonrisa floja.


—Morning, má... —se sentó con desgano—. ¿No había cereal?


—El cereal no nutre el espíritu —dijo ella, como siempre. Le sirvió un cuenco rebosante y le acercó una taza de té oscuro, fuerte como la mañana misma.


Él lo observó un segundo. Solo quería un café con leche y una tostada.


—Gracias... —murmuró, aunque no tocó el huevo milenario. Otra vez no.


A través de la ventana, se veían las esteras colgadas en el patio, las armas de práctica ordenadas como en una película antigua, y el viejo Buda de piedra que presidía la entrada con su eterna sonrisa impasible.


Quin se puso su mochila con una sola correa y salió al exterior.


La brisa fresca de la mañana le golpeó la cara, aliviando un poco la pesadez del desayuno. Caminó por el patio de entrenamiento —el suelo de tierra apisonada marcado con huellas de generaciones—, cruzando frente al Buda de piedra, al que saludó con una leve inclinación mecánica.


—Buenos días, maestro Buda... —susurró sin detenerse—. Otro día de ser medio chino, medio estadounidense, y completamente confundido.


Saltó los últimos escalones, abrochándose la chaqueta a medio camino.


El colegio quedaba a unas cuadras, pero ese corto viaje siempre le servía para descomprimir.


Sus auriculares ya estaban en sus oídos. Esta vez era rock alternativo japonés. Ironic.


Pero antes de doblar la esquina, escuchó desde el dojo:


—Quin Lin, no olvides que hoy entrenas después de clases. Forma de los Cinco Animales.

Era la voz de su padre. Siempre firme. Siempre proyectada.


—Sí, bába… —gritó sin mirar atrás.


Y murmuró para sí, ya fuera del alcance:


—Porque claro… nada dice “después de un examen de álgebra” como imitar una grulla en el patio.

Comentarios

Entradas más populares de este blog